Nicolas
Sanchez Albornoz, me recuerda que este viernes 2 de Junio se hablará
sobre RUEDO IBERICO, una victima más de la transición, en TVE en el
programa "EL Laberinto Español". Lamento no poder deciros el resto
de la terna que "lidiara" este asunto a la hora que nos tienen
acostumbrados de las 23,30 h.
Dado
el titulo de programa me permito la libertad de adjuntar un articulo
-con el mismo nombre- escrito por Alfons Cervera en el
2003
Cecilio
Gordillo
Coordinador
grupo trabajo CGT.Andalucía
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Viernes
2 de junio 23,30 horas
El Laberinto español TVE 2.
Documental
de Paco Ríos y Mariona Roca:
RUEDO
IBERICO - RADICALMENTE LIBRE.
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Radicalmente libre, radicalmente
riguroso:
Memoria de Ruedo ibérico en la
España actual
Esa
libertad que tal vez pudiera ponerse en marcha el día en que los
ciudadanos pudieran leer de pronto realmente su ciudad, pudieran
leer realmente los periódicos, la televisión, el silencio en sí. El
día en que los ciudadanos descubrieran su incomunicación programada
bajo la apariencia del imperio de los medios de comunicación, y la
consagración del silencio bajo la que
viven.
Manuel
Vázquez Montalbán.
La palabra libre en la ciudad libre. 1979
Aprobada
la Constitución, ¿qué suerte se reserva a quienes denuncien el
engaño del sistema parlamentario? ¿Será interpretada la valoración
positiva de algunas respuestas violentas a la violencia del Estado
como apología del terrorismo? ¿Señalar la evidente continuidad entre
las personas de Francisco Franco y Juan Carlos de Borbón, acentuada
por el propio Franco en su testamento, es hoy anticonstitucional?
Intuimos que nuestra respuesta a esas y otras preguntas no será
siempre aceptable para el fiscal del reino o el ministro del
Interior.
El
texto que acabo de leer pertenece, si no recuerdo mal, al penúltimo
número de Cuadernos de Ruedo ibérico, el que se fecha en
enero de 1979. Como en una borrachera de esperanza en el cambio que
auguraba la nueva situación del país, aquel texto se encabezaba con
el casi entusiasta titular de "Cuadernos de Ruedo ibérico interrumpe
su exilio". Y venía la palabra exilio puesta entre comillas,
como asentándose en esa doble situación, tan compleja y tan difícil,
de quien ha sufrido antes el exilio exterior y está más que
convencido de que esa condición de desidentidad y desarraigo seguirá
siendo marca de la casa, esté ubicada ésta en París o en cualquier
ciudad de la nueva y extraña democracia que se iniciaba en
España.
Eran,
aquellos, tiempos de esperanza. A las músicas que sonaban por las
calles se les ponían letras que hablaban de libertad y a alguna
gente ya nos volvió cautelosos, extremadamente cautelosos, el hecho
de que a esa libertad, en la canción que fue himno común acordado
para la transición política, se le añadiera la coletilla de "sin
ira". Más que la cautela nos enganchó una nueva épica de la
resistencia: en los nuevos tiempos de tanto contento generalizado,
se olvidaban con demasiada facilidad dos signos, muy parecidos entre
sí, que eran como la semiótica intranquilizadora del futuro más
inmediato. Se trataba de los dos pergaminos que, cual aquellos otros
de arraigo medieval, se extendían por el territorio civil y por el
otro, más convencido de las bondades de la época recién inaugurada,
de la política: hablo del testamento de Franco y del saludo a esa
inauguración rimbombante por parte del nuevo Jefe de Gobierno. El
uno acababa de morir, el otro heredaba del muerto, ya como rey de
una monarquía impuesta, la jefatura de la democracia recién
inaugurada. Hablo, claro, -igual que cuando me refería a la palabra
exilio- de una democracia entre comillas, con tantas comillas que al
final sólo se veía un bosque de comillas y la democracia que
esperábamos no aparecía por ninguna parte. En ese contexto
obsesivamente entrecomillado, Pepe Martínez y su trouppe deciden
cargar sus bártulos y regresar de su largo exilio parisino a otro
que se anunciaba -sobre todo así lo veíamos desde el interior- lo
mismo de largo y, seguramente, muchísimo más duro y a lo mejor
también insoportable.
Evidentemente
duró poco la aventura del regreso. Y no sólo por las apuestas
libertarias que en su nueva etapa anunciaba. En el saco de los
nuevos tiempos se abría un agujero por el que se perdía todo aquello
que no aplaudiera la excelencia de los pactos establecidos entre los
partidos mayoritarios, unos pactos que, firmados por el PSOE, el PCE
y los restos más o menos cambiantes del franquismo, apuntalaban una
transición titubeante y floja, complaciente con la memoria de los
vencedores de la guerra y escasamente inclinada a rebuscar entre los
trapos del olvido alguna bandera que, aunque descolorida, hubiera
conservado las tonalidades cromáticas de la República. El horno de
la transición no estaba para cocer en él los bollos del recuerdo, o
dicho con mejores renglones que los míos en 1964 por Ángel González,
uno de los poetas que más admiro, si no el que más: el
tiempo/cubrió con su agua turbia las palabras. Pero no sólo por
el agujero que les decía se colaban hasta el desguace las algaradas
contestatarias contra la reforma política, sino que por ahí también
se perdían los mejores testimonios de una lucha incansable y
clandestina contra las atrocidades de la dictadura. Hablo de
revistas como Cuadernos para el diálogo, Triunfo y
Cuadernos de Ruedo ibérico. Y de nombres que, como el de José
Martínez Guerricabeitia, se quedarían no sólo en el traspapeleo de
una memoria irreprochable sino que directamente se les habría de
condenar a una deplorable e injusta condición de
inexistentes.
A
todos esos nombres se les puso, en este tiempo recién inaugurado, el
sello amoral de lo invisible, de una despiadada condición de
inexistencia. El franquismo empujó al exilio una buena parte de la
resistencia política y cultural y quienes se quedaron a sobrevivir
en el interior buscaban esa supervivencia en las colas del hambre y,
cuando ya el mundo había aceptado con los brazos abiertos el régimen
fascista del nacionalcatolicismo, devorando en las trastiendas de
algunas librerías los ejemplares de Cuadernos de Ruedo
ibérico, los libros de Ruedo ibérico, las palabras a veces
demasiado entusiastas que iluminaban sus páginas y, sobre todo, nos
convencían de que las cosas estaban mal aunque no era imposible que
cambiaran en un plazo no exageradamente largo.
Pero
también tenía la cosa aquella de la relación con los papeles de
Ruedo su punto de aventura, un cierto gusto contagioso por la
ironía, el desplazamiento, aunque sólo fuera por un rato, de la
tristeza y de la melancolía. Una vez, cuando un viaje a Francia, no
me cabían los libros en los forros de las puertas del coche -hasta
había un disco de Raimon y, nunca supe por qué, otro de Neil Young
en ese zulo clandestino de plástico y chatarra-, así es que decidí
mezclar dos de los peligrosos con otros normales y corrientes. Uno
era Romancero de la résistance espagnole y el otro
-inconsciente como nadie yo mismo- El general Franquísimo,
aquel delirio magistral que dibujaba de manera irrepetible los
horrores del franquismo. El de la aduana les dio la vuelta y la
revuelta un millón de veces, no se paró un segundo en las tapas
rojas del romancero y cuando llegó al cuaderno de Vázquez de Sola
echó la cabeza hacia atrás, se soltó dos risas y lo devolvió al
montón cuchicheando que había tebeos que eran la hostia. Y aún más
ironías en este repaso a la parte que me gustaría menos grave de
esta intervención. No sé si estarán de acuerdo conmigo, pero estoy
por asegurarles que los libros de Ruedo ibérico fueron los más
robados de nuestras casas por nuestros propios amigos. Ya se sabe
que los libros prestados nunca se devuelven, cosa que sí sucede con
la plancha cuando se la pides al vecino porque la tuya se ha
estropeado de repente, o con la batidora a pilas que te deja el
mismo vecino (hay vecinos que son una joya porque sus casas son como
El Corte Inglés o Carrefour) ya que cuando tenías la nata casi a
punto de nieve tu batidora, más vieja que la picor, se paró en seco,
o aquella cinta de vídeo de valor comunitario porque allí salimos
todos la tarde en que celebramos el cumpleaños de Fernandito. Pero
con los libros de Ruedo nunca pasaba eso. Era llegar el amigo de
turno, preguntar por tal o cuál título, husmear como perro
perdiguero en las estanterías y cargar con un montón de libros cuya
ausencia sigue ocupando, inmisericorde, los huecos aquellos que dejó
el ladrón y compañero de inquietudes políticas e intelectuales hace
ya la tira de años. Yo recuerdo especialmente una de esas ausencias
clamorosas: La prodigiosa aventura del Opus Dei, de Jesús
Ynfante, un libro que, según Martínez Alier en su reseña de
septiembre de 1971 (números 31-32), estaba siendo, "con todo
merecimiento, la sensación del año en España" y de cuyo autor
escribía Alier, en un gesto de cómplice y arrebatada admiración:
"pertenece a la vieja tradición hispánica del más rabioso
anticlericalismo. Un verdadero quemaiglesias andaluz". Tenía yo no
sé cuántas veces repetido ese título y les juro a ustedes que en
estos momentos no hay un solo ejemplar en las estanterías de mi
casa. Lo que no sé es si las manos de ese Arsenio Lupin aficionado a
los líos del clero más o menos laico fueron siempre las mismas o
fueron legión las de quienes ahora mismo estarán disfrutando, a mi
costa, con los entresijos de esa Cosa Nostra a la española que tan
bien les fue a algunos en las diferentes etapas del régimen
franquista y, ya ven qué poco cambia el tiempo, también en esta
nueva y última del aznarismo.
Pero
salvemos los ratos de expansión irónica y regresemos al tiempo aquel
en que Ruedo ibérico reunía las aspiraciones de libertad unitaria
que desde París ilusionaba a quienes la construían desde allí y,
sobre todo, a quienes en España mirábamos sus páginas como una de
las pocas corrientes de aire respirable que circulaban por nuestros
alrededores. Con los ejemplares de Triunfo en una mano y los
de Ruedo en la otra estábamos salvados. Los sucesivos avatares que
alegraban y sufría la editorial nos llegaban a saltos,
desconocíamos, al menos quienes nos movíamos lejos de las ciudades
grandes como era mi caso, cuáles eran aquellas circunstancias. Es
más, ahora que ha pasado tanto tiempo, y escuchamos los testimonios
de personas como José Manuel Naredo, como Antonio Pérez, como Juan
Martínez Alier, como Marianne Brüll, sabemos que aquella empresa, a
la que algunos imaginábamos casi como una multinacional de
izquierdas, se resumía en unos cuantos metros cuadrados, en un grupo
de gente llena de un entusiasmo militante y en un infarto económico
a cada facturación que se recibía en la oficina del contable. Ya sé
que frivolizo, pero entre la realidad y la ficción, cuando el tiempo
que se cuenta es el del miedo, el de la esperanza, el de la huida,
poco segura es la certeza de que nos estábamos moviendo en uno solo
de esos territorios literarios y no en los dos a la vez. Por eso,
cuando hace unas semanas me fui al Villar del Arzobispo para hablar
con unos amigos míos y familia cercana de Pepe Martínez entendía
mejor la grandeza de las pequeñas aventuras, lo enorme que resultan,
transcurridos los años, algunos personajes a quienes sólo se conoce
de lejos, de muy lejos. Cuando salí de aquella casa humilde, cargado
con unas cintas de cassette y unas cuantas notas cogidas a
vuelapluma, pensaba en las palabras de Walter Benjamín: Quien un
buen día ha empezado a abrir el abanico del recuerdo, siempre
encuentra nuevas piezas, nuevas varillas, ninguna descripción le
satisface, pues se ha dado cuenta de que cabría desplegarla, de que
únicamente en los pliegues reside lo auténtico: aquella imagen,
aquel sabor, aquel tacto a causa del cual hemos desdoblado, hemos
desplegado todo esto; y entonces el recuerdo va de lo pequeño a lo
pequeñísimo, de lo pequeñísimo a lo ínfimo, y cada vez se hace más
fuerte aquello con lo que se encuentra en estos
microcosmos.
El
Villar del Arzobispo es un pequeño pueblo de tres mil habitantes,
metido en los montes de la Serranía valenciana, a escasos kilómetros
de Gestalgar, el mío y muchísimo más pequeño todavía que aquél donde
nació Pepe Martínez Guerricabeitia. Poco tiempo anduvo viviendo allí
el fundador de Ruedo ibérico. Por circunstancias laborales, la
familia marchó a Requena, otro pueblo del interior, y al Villar sólo
regresaría de vez en cuando, muy de vez en cuando, Pepe Martínez. Y
en esos regresos buscaría el refugio de sus primos, de una gente que
tenía su edad o era una miaja más joven. Él venía o escribía cartas
desde París y ellos lo miraban y leían como se mira y se lee a un
tipo que, por muy primo que sea, venía o escribía desde París en
unos años en que venir o escribir desde París era como llegar por lo
menos de Saturno. El recuerdo aumenta considerablemente las
dimensiones de lo que se recuerda y en lo que aquellos hombres y
mujeres me contaban aquella tarde había una admiración que
traspasaba los afectos y se encaramaba en los andamios desde donde
rendir culto al mito inalcanzable. Pero la grandeza del
descubrimiento que me llegó aquella tarde fue precisamente la de
observar cómo el mito era un mito construido a medias por el
entusiasmo y a medias por la tristeza. Sabían ellos que el triunfo
se construía casi siempre a base de juntar como se puede la fuerza
de la elección libre y la renuncia, de mantener la dignidad en los
grandes proyectos de futuro y no descuidar que en alguna parte, por
ejemplo en un pequeño pueblecito de montaña, a muchísimos kilómetros
de París, de Madrid o Barcelona, hay una gente que, antes de que la
tarde cayera sobre los manzanos, te llevaba por las trochas casi
intransitables para que los olores de la tierra te recordaran que la
infancia es casi el único paraíso que nos queda cuando el mundo,
como decía la voz en off de Humphrey Bogart en "Casablanca",
se derrumba a nuestro alrededor mientras nosotros nos amamos, como
hacían él e Ingrid Bergman en un apartamento de París, o mientras
esperamos que ese mundo deje de ser una mierda de mundo y consigamos
entre todos convertirlo en otra cosa menos indecente. Leí algunas de
aquellas cartas y hoy por hoy quiero, porque así lo juré sobre
aquella mesa humilde con mantel de hule a cuadros, mantenerlas en
secreto, propiedad sólo de aquellos amigos que mejor que nadie me
hicieron entender que Pepe Martínez Guerricabeitia era una especie
de guapo gigante que casi lloraba cuando se ponía delante de unos
manzanos casi silvestres en los montes de su pueblo. Me enseñaron
fotografías de muchas etapas de su vida, cartas estremecedoras como
ya les insinué más arriba, me contaron anécdotas que no sólo
humanizaban la leyenda sino que eran como una radiografía tan
perfecta que no se dejaba fuera ni un solo detalle de ninguna de sus
costillas. Hablo de estas pequeñas cosas porque siempre pensé que
Ruedo ibérico era esa gran cosa, una monumental cosa porque vista
desde la pequeñez insoportable de este país en los años que duró su
singladura todo nos parecía un rascacielos. En mi pueblo mismo me
pasaba: siempre pensé que los chicos que venían a Gestalgar a pasar
las vacaciones eran ricos, que estaban podridos de dinero, y que el
novio de mi tía Maruja, que era de Valencia y se llamaba Pepito, y
fue la primera persona a quien yo veía comer con la servilleta en el
pecho, era el dueño de una empresa de autos de lujo. El batacazo
vino luego, cuando descubrí que los colegas de juegos veraniegos
sólo comían bien en esos meses que vivían en casa de los abuelos
porque sus padres apenas si llegaban a fin de mes con sus trabajos
de miseria y, sobre todo, que cuando Pepito se peleó con la tía
Maruja todos supimos que era un simple aprendiz de mecánico en un
taller de mala muerte en las afueras de la capital. Las pequeñas
cosas se convertían en inmensas y a Ruedo ibérico, a pesar de
reducir sensiblemente sus acciones empresariales en mi cabeza nada
economista, nunca le pasó como al novio de la tía Maruja ni a los
viejos amigos de las vacaciones de verano en mi pueblo. Antes al
contrario: los tiempos de la transición, y los que inmediatamente
les precedieron, fueron los de las vacas flacas y ni siquiera
entonces, cuando su reconversión en otra alternativa, ahora con el
anticapitalismo primando sobre el antifranquismo, descendió mi
admiración y seguimiento de sus contenidos. Una admiración y
seguimiento que, visto enseguida cómo venían los nuevos tiempos, te
hacía pensar a veces que el batacazo estaba
próximo.
El
diagnóstico que desde los artículos de esos números últimos se hacía
del presente y futuro de este país formaba parte más del deseo que
de la realidad. En el cuaderno que antes les contaba de Vázquez de
Sola hay una página ejemplar en esto que les digo. Franco ya es una
marioneta que larga con lengua de trapo, titubeante, su último
discurso del momento, y en el texto que ilustra el dibujo excelente
se dice: El último discurso del caudillo fue difundido por todas
las emisoras de radio y televisión del mundo. Nadie ha entendido
nada. Pero todos hemos creído comprender que pronto podremos volver
a España. No sé si se refería más o menos al año 70 o
alrededores, aprovechando quizá la aparente debilidad del régimen al
no fusilar a ninguno de los inculpados en el juicio de Burgos. Lo
cierto es que se hablaba de una nueva época, no sólo en lo que hacía
referencia a la necesidad de romper la baraja entre las distintas
opciones de oposición al régimen desde el exilio y la clandestinidad
sino también a la hora de establecer nuevas reflexiones sobre lo que
se avecinaba en España, reflexiones que disparaban en direcciones
opuestas, como digo, aquellas alternativas hasta entonces más o
menos conciliables, eso sí, con todas las diferencias profundas y
todos los matices que se quiera. En ese sentido resultan ejemplares
algunos de los análisis que se hacían en algunas de las páginas de
Ruedo ibérico. Justo en el número penúltimo que reseñaba al
principio de este texto se lanzan a la arena del debate entre las
izquierdas preguntas que, poco después, cuando la transición
asentara sus propias traiciones y sus acuerdos nada secretos entre
derechas más o menos franquistas y las izquierdas socialista y
comunista, tendrían una respuesta más que cumplida en el nuevo
panorama político que tenía como base de su ejecutoria el respeto
delirante a la trayectoria del franquismo (iba a poner, ya ven qué
ironía, "ejecución" en vez de "ejecutoria") y el desprecio a la
memoria de la izquierda, esa memoria que la dictadura prohibió
brutalmente aniquilando de cuajo cuerpos y conciencias. Esas
preguntas, algunas de ellas al menos, vienen en este párrafo que
copio textualmente de aquel número y con el que encabezaba esta
intervención: Aprobada la Constitución, ¿qué suerte se reserva a
quienes denuncien el engaño del sistema parlamentario? ¿Será
interpretada la valoración positiva de algunas respuestas violentas
a la violencia del Estado como apología del terrorismo?
¿Señalar la evidente continuidad entre las personas de
Francisco Franco y Juan Carlos de Borbón, acentuada por el propio
Franco en su testamento, es hoy anticonstitucional? Intuimos que
nuestra respuesta a esas y otras preguntas no será siempre aceptable
para el fiscal del reino o el ministro del
Interior.
Esas
preguntas tuvieron enseguida pronta respuesta. La democracia se
estableció sobre el tapete gris de todos los olvidos, el aparataje
represor del régimen franquista se mantuvo en su integridad, los
andamios de papel sobre los que se había erigido la batalla
intelectual por la libertad y la democracia se borraron del mapa,
las librerías que habían abastecido desde sus trastiendas secretas
los ejemplares de Ruedo ibérico y otras propuestas semejantes en
forma de libros o revistas cerraron, no sólo las trastiendas sino el
propio negocio. Es como si, de repente, no sólo fueran prescindibles
aquellas revistas y las gentes que las hicieron posible durante los
años del horror, sino que se habían convertido en una especie de
apestados a quien había que inmolar sin piedad para que la nueva
época pudiera vivir sin la conciencia torturada. Ya ni
Triunfo, ni Cuadernos para el Diálogo, ni Cuadernos
de Ruedo ibérico, ni Pepe Martínez Guerricabeitia, ni José Ángel
Ezcurra o Haro Tecglen, ni las columnas secretas de Vázquez
Montalbán, ya era como si nada de lo de antes nos hiciera falta,
este país enfilaba su carrera imparable hacia lo que hoy en día es
de plena constatación: se hacía necesario asentar, ya en aquellos
primeros días de la transición democrática, lo que ahora es la
España del consenso.
Las
preguntas que antes me hacía como un eco de las que años atrás
lanzaba aquel ejemplar de Ruedo ibérico, tienen hoy fácil y rápida
respuesta. Vivimos en la sociedad del consenso, en una suerte de
extraña democracia que excluye sin miramientos todo aquello que
molesta a su tranquilo bienestar. Se han inventado, el gobierno de
Aznar y bastantes veces, demasiadas veces, la oposición socialista,
un estado de tranquilidad en que no cabe ninguna posibilidad de
salirnos del tiesto de esa tranquilidad. Cualquier crítica profunda
a la democracia es entendida como un atentado al sistema y atendida
con una contundencia de medios represivos como no se conocía en
años. Alguna gente lo decimos donde podemos: la democracia en España
es frágil, demasiado frágil, y el consenso no puede ser, no debería
ser, la única manera de entenderla y de vivirla. Con el telón de
fondo del País Vasco, media sociedad española está demonizada,
cualquier atisbo de nacionalismo es condenado al infierno y a la
mirada de desprecio por parte de ese españolismo feroz que está
cuajando en una sociedad que no sabe, o no quiere, sacarse de encima
el peso infame de un centralismo que cada vez es más excluyente y
menos solidario con la identidad múltiple y plural de sus numerosas
periferias. Ahora resulta que quienes no votaron la Constitución de
1978, porque la consideraban una ruptura demasiado abrupta con el
espíritu de la dictadura, se erigen en sus principales valedores. Es
el caso, sin ir más lejos, del presidente Aznar, uno de los más
virulentos jóvenes que en aquellos años se oponían a la promulgación
y aceptación del texto constitucional. Escribir no se puede
escribir, según qué cosas, en cualquier parte. Hacer películas,
según qué películas, como le sucedió a Julio Medem con su excelente
documental "La pelota vasca", puede suponer la condena moral por
parte de una sociedad que se ha acostumbrado a aquello que decía Max
Aub en La gallina ciega: lo malo no es que los españoles no
tengan libertad, sino que, encima, no les importa. Pero hay una
ligera diferencia entre aquel entonces y ahora mismo. Cuando
escribía eso Max Aub no existía en España un régimen de libertad,
ahora sí y es como si ese régimen de libertad no sirviera para
nada.
Desde
ese consenso, sacar públicamente los nombres de Ruedo ibérico y Pepe
Martínez Guerricabeitia es como resucitar viejos fantasmas
incómodos, como descifrar la clave de la provocación, como lanzar al
aire la propuesta de una memoria inútil. Nadie se acuerda de nada en
este país lleno de acuerdos sobre la infelicidad y el desencanto.
Nadie es lo que fue y quien lo sigue siendo es acusado
-irónicamente- de antiguo y anacrónico. Salvo la vieja guardia del
fascismo, que ésa sí que sigue a sus anchas en sus comportamientos y
en sus homenajes. No sé si se acuerdan ustedes de aquel policía
llamado Melitón Manzanas, el primer muerto por ETA en 1968, uno de
los más sanguinarios torturadores durante el franquismo. Pues no
hace mucho hubimos de pasar por la vergüenza de ver cómo el gobierno
le condecoraba como víctima del terrorismo. Y es que el espíritu y
la cultura de esta sociedad del consenso se basa en la confusión.
Todo vale en este paisaje de descalabro moral y desbarajuste ético
en los comportamientos de la propia gente y de los gobernantes. La
memoria de Ruedo ibérico y de quienes lo hicieron posible no pasa de
ser hoy, como la de tantas otras memorias igual de imprescindibles,
una estela de humo que apenas incordia la mirada autocomplaciente de
esta democracia cada día que pasa más autoritaria. Se trata, como
decía Foucault, de que la sociedad genera su propio saber y lo
convierte en una apariencia de saber más que del saber mismo.
Y así andamos como podemos a lo largo y ancho de un conformismo que
a mucha gente nos llena de estupor, y a veces hasta también de
miedo. Aquella altura de gigante guapo que sus amigos del pueblo
veían en Pepe Martínez se erige hoy en París mientras en su tierra
sólo es un recuerdo menguante en las cabezas desmemoriadas de
quienes antes le admiraban a él y su trabajo. Como si, igual que
apuntaba Bryce Echenique sobre el escritor peruano Julio Ramón
Ribeyro, otro gran excluido de la literatura contemporánea no sé si
porque era pobre y borracho, fuera el del creador de Ruedo ibérico,
por la tiranía de los códigos y su arbitrariedad, un existir
íntimamente irresuelto.
¿Qué
queda hoy, en esta España del consenso y malamente consensuada, de
aquel "radicalmente libre, radicalmente riguroso" con que
Cuadernos de Ruedo ibérico se calificaba a sí mismo en aquel
primer y lejano número de 1965? Sólo la memoria vaga de que aquí
hubo una dictadura atroz, algunas revistas ejemplares, ciertos
nombres que las hicieron posible en unas condiciones casi inhumanas.
Sólo eso. Y detrás de todo eso, de tanto esfuerzo y tanta urgente
necesidad de cambiar el mundo, aquella marioneta cachonda de Franco
muriéndose lentamente en el dibujo fantástico de Vázquez de Sola. Y
el sueño que tenían quienes hacían posible Ruedo ibérico de que el
regreso ya estaba próximo. Lo que no sabían, ellos y ellas, es que
ese regreso no era como la llegada de Beckham al aeropuerto de
Barajas. Ni mucho menos. Lo que no sabían, ellos y ellas, es que
entonces sólo teníamos un partido de fútbol en la tele cada mes o
cada dos meses y ahora tenemos tres cada semana. Lo que no sabían,
ellos y ellas, es que la libertad y la democracia con la que soñaban
no les iba a hacer un sitio para que fueran felices en esta
miserable España del consenso que nadie, absolutamente nadie, tiene
derecho a exigirnos a cambio de que hayamos de olvidar aquellos
maravillosos cuadernos y libros de Ruedo ibérico y a gente como Pepe
Martínez Guerricabeitia, ese tipo a quienes sus amigos del pueblo
recordaban como gigante y guapo, y a quien le chiflaba subirse al
monte para colgarse de los manzanos porque, al cabo, la infancia es
ese territorio que nunca nadie, absolutamente nadie, podrá
arrebatarnos por mucho que se empeñen.
Valencia-París,
diciembre de 2003
Alfons
Cervera